lunes, 30 de noviembre de 2015

CARTAS ORIENTALES (III)



Publicado en La Jornada el domingo 22 de noviembre 2015


CARTAS ORIENTALES (III)


Chiang Mai, entre templos y montañas



Xabier F. Coronado








 [  Fotos de Xabier F. Coronado  ] 



 Lánzate al Oriente, / al Oriente de donde viene todo, el día y la fe, / 
 al Oriente que es todo lo que no tenemos, / que es todo lo que no somos. 

  Fernando Pessoa  






29 de octubre


De madrugada las calles están vacías. Desde la estación de tren camino hacia el oeste por una avenida ancha. Media hora después cruzo el puente sobre el río Ping, un kilómetro más y llego a la ciudad antigua. El viejo Chiang Mai está rodeado de un foso de agua custodiado por árboles, detrás está la muralla de tabiques rojos erosionados por la historia. Cruzo una de las cinco puertas que conserva la ciudadela: Tha Pae, la entrada del lado oriental. Adentro todo parece dormido. Camino unos metros hasta un pequeño templo que en la penumbra parece una vieja postal budista. Adormecido en una banca, espero a que la ciudad despierte.
A las nueve de la mañana estoy instalado en un cuarto impersonal, limpio y barato. Chiang Mai es una ciudad grande y moderna pero su corazón es tradicional. La ciudadela, plagada de templos y mercados, fue capital del antiguo reino thai de Lanna, situado en la ruta comercial entre Asia e Indonesia. La urbe ocupa un valle entre cordilleras tapizadas de espesos bosques que son parques naturales de montaña: Khun Chae, al este; Pha Daeng, al norte; Doi Inthanon, donde se encuentra el pico más alto de Tailandia (2 mil 565 msnm), al sudoeste; y el Doi Suthep-Pui, al oeste.
Chiang Mai ha tenido una larga historia y conserva una cultura particular. El pueblo habla Kham Muang, “el lenguaje de la ciudad”, que es la forma moderna del antiguo idioma lanna. En 1292, el monarca Mengrai conquistó el Estado budista Mon de Haripunjaya (Lamphun) y cuatro años después fundó Chiang Mai (“ciudad nueva”) para ser capital del reino de Lanna. Construyó una muralla y un foso alrededor para protegerla de invasiones de otros pueblos, pero en 1558 fue ocupada por guerreros birmanos al mando del rey. Desde entonces, los monarcas de Chiang Mai pagaron tributo a Birmania hasta que Kawila, jefe de Lampang, se sublevó con ayuda del rey Taksin de Thonburi (Siam) y recuperaron la ciudad en 1775, poniendo fin a más de doscientos años de lucha contra la dominación birmana. El reino de Lanna se incorporó definitivamente a Siam en 1796.


30 de octubre




El budismo es una fuerza tradicional que ejerce el poder religioso en Tailandia y en muchos países asiáticos. En Chiang Mai existen más de trescientos templos activos. Hoy visité el más antiguo, el Wat Chiang Man, que data de 1296 y fue la residencia del rey Mengrai mientras construía la ciudad. Su chedi(estupa) está sostenido por contrafuertes que representan filas de elefantes y en el templo se encuentran dos figuras muy veneradas: el Buda cristalino, Phra Kaeo Khao, un amuleto muy antiguo que, según la leyenda, tiene el poder de atraer la lluvia; y el Buda de mármol, Phra Sila Khao. Después fui al Wat Chedi Luang, el templo más grande, que mide 98 metros de alto por 54 de ancho y se construyó en 1481.
La mayoría de los templos budistas funcionan como monasterios y toda la comunidad participa en su dinámica cotidiana. En el recinto están las cocinas, los comedores y los edificios donde residen los monjes; también albergan universidades y escuelas de conocimiento. En los jardines suele haber estanques y los animales domésticos se mueven por todo el espacio con libertad. Los templos son un microcosmos, reflejo del universo budista, donde se vive en un ambiente especial de paz y tranquilidad dinámica que invita a la meditación, a la atención consciente y al estudio.
Alrededor de los templos hay tiendas donde se venden paquetes de ofrendas que contienen comida, productos de limpieza, enseres y ropa para los monjes, que se sustentan con los donativos que los devotos les llevan. El acceso a los santuarios es libre, hay que entrar descalzo y a ciertas horas se ve a viejos maestros rodeados de fieles que escuchan sus consejos y dejan ofrendas. En todos los templos, con el debido respeto, cualquiera puede quedarse a rezar o meditar. Los seglares se postran, saludan inclinándose, encienden velas, queman incienso y se sientan en el suelo a orar frente al altar donde, entre humo, flores y veladoras, hay expuestos multitud de objetos. Las figuras de Buda casi siempre se recubren con pan de oro y quien lo desee puede contribuir comprando una ofrenda que contiene finas láminas doradas para revestir las imágenes. Las ventanas y puertas, de madera tallada, permanecen abiertas e iluminan las paredes donde se representan escenas de la vida de Buda y pasajes de las escrituras sagradas. En conjunto, un templo budista es una obra de arte de variado colorido –donde domina la gama del rojo al amarillo– cargada de mitología y simbolismo. Aunque para un occidental es difícil adentrarse más allá de los lugares públicos de culto, en algunos templos hay charlas para visitantes y turistas, retiros de meditación y cursos; es cuestión de informarse.

31 de octubre






Alquilé una bicicleta; pedalear me dio alas y amplié horizontes. A unos kilómetros de Chiang Mai están las ruinas de la antigua ciudad de Waing Kum Kam (1286). Fuera de las murallas me acoplé al tráfico de la urbe y puse rumbo al sur siguiendo la orilla del río. Más de una hora después llegué a la zona arqueológica. Decenas de construcciones se diseminan en un área extensa llena de estrechas carreteras donde van apareciendo, en medio de un paisaje exuberante, templos de torres derruidas y muros de antiguos palacios. Embelesado, me extasié en un ir y venir sin rumbo por esa red de caminos laberínticos y ya no supe encontrar la carretera por donde había llegado.
Regresé a Chiang Mai por una ruta diferente; sin querer llegué al Wat Umong (1297), un antiguo templo horadado de túneles con pinturas murales, rodeado de un jardín boscoso con un lago donde conviven flores de loto, peces y tortugas. Los árboles tienen máximas budistas escritas en sus troncos y hay un campo sembrado de antiguas estatuas. Es un lugar de retiro y meditación. Al salir, el sol ya se ponía y pedaleé con determinación hasta la ciudadela.

1 de noviembre






Por la mañana visité otro templo, el Wat Phra Singh (1345); en la capilla Lai Kham, entre paneles de madera tallada, celebré a mis muertos, encendí incienso y veladoras para honrarlos. Después fui al Museo Nacional, donde vi piezas de arte de la cultura lanna. Por la tarde paseé sin rumbo recorriendo las estrechas calles de la ciudadela; todo estaba engalanado con faroles de colores para el festival del Yi Peng (Loi Krathong).
En el ángulo sudoeste de la muralla, junto a la puerta de Suanprung, encontré el parque Suan Buak Haad. Estoy sentado en un banco y disfruto de este agradable espacio. Hay personas tumbadas en el pasto sobre petates, otras juegan bádminton o una especie de volibol con el pie (Sepak takraw), muy popular en Indochina; también hacen ejercicios de yoga o tai chi, dan de comer a los peces en los canales del estanque o simplemente pasean. Se respira tranquilidad y armonía. Me quedo allí, escribiendo, hasta que el cielo cambia de color y oscurece, luego camino por las veredas arropado por la penumbra entre el tenue brillo de las farolas y la luz de la luna creciente.

2 de noviembre





Voy a pasar el día a la cordillera del Doi Pui, a ver bosques y visitar pueblos donde viven tribus de montaña; también hay un templo importante. Agarro un transporte colectivo y entre los pasajeros hay una pareja de franceses, Lucie y Thibaut, con quienes convivo todo el día.
El Wat Phrathat Doi Suthep está situado a 15 kilómetros de la ciudad, a 1 mil 100 m. de altura. Al templo, construido en 1383, se accede por una escalera Naga de 290 peldaños por largas serpientes de cerámica que representan cobras divinas. 

Arriba todo es dorado y grana. El chedi tiene reliquias sagradas de Buda que fueron llevadas hasta allí por un elefante blanco y el lugar atrae peregrinos budistas de todo el mundo. Un claustro con decenas de murales rodea el recinto, desde donde se contempla un bello panorama de la ciudad y el valle. Entre los altares hay espacios con imágenes y esculturas, columnas de madera tallada, filas de campanas y paraguas de oro (chattra). Dejamos un donativo y escribimos nuestros nombres en una gran tela amarilla que va a en-volver el estupa central; luego hacemos fila para saludar a un maestro que nos anuda una pulsera de hilos blancos mientras un mantra protector sale de sus labios.

Cuando descendemos la gran escalera la afluencia de peregrinos es mayor, un fluido humano hace corriente de subida y bajada. Agarramos un transporte público que recorre la sierra hasta las aldeas de montaña. Después de una hora, llegamos a un poblado de la etnia Hmong. En las calles se suceden los puestos de artesanía, todo está montado para recibir turistas. Subimos a la parte alta del pueblo, observamos las casas y la gente que las habita, muchos van vestidos con el traje tradicional. Un grupo de personas come en un patio, al vernos nos dan un plato a cada uno y nos invitan a servirnos de unas ollas que contienen arroz cocido, guisos de verdura, carne y frijoles con leche de soya de sabor dulce. Nos inclinamos y agradecemos la hospitalidad, comemos y sonreímos. Es un momento entrañable, alegre, de fraterna comunicación no verbal.

Seguimos caminando; fuera del pueblo hay una cascada. El lugar es hermoso y tranquilo, con sendas entre árboles, flores y plantas. De repente se nos acerca un hombre, parece campesino, lleva sombrero, botas y un morral cruzado sobre el pecho. Saca del zurrón unas pinzas y una cajita redonda de donde extrae una piedra pequeña, brillante. La envuelve en tela, la pone sobre una piedra, coge un martillo del morral y la golpea. Nos sugiere imitarlo pero nadie se anima a hacerlo; desenvuelve el lienzo y la piedra sigue intacta. Toma de la bolsa un trozo de cristal que raya con la piedra, el vidrio rechina y luego de una torsión se parte en dos trozos. En la mano del hombre aparece una lupa y todos miramos la minúscula piedra: está facetada, tiene la forma clásica del diamante y emite destellos multicolores. El señor nos invita a realizar un corte en el cristal, Thibaut se muestra interesado, lo intenta y lo consigue. El hombre dice un precio: trescientos dólares. Nos enteramos que viene de Birmania, donde trabajaba en un taller de joyería, que es refugiado y necesita dinero, por eso vende barato. Mi amigo le entra al regateo y el precio llega a cien dólares; él insiste en rebajar y el vendedor propone ciento cincuenta por dos piedras. Thibaut me ofrece compartirlas. En principio no me interesa, pero pienso que si resultan auténticas voy a arrepentirme: le entro. Al final se cierra el trato en ciento treinta. El hombre pone las piedras sobre algodón en dos cajitas, nos da una a cada uno, toma el dinero, saluda y desaparece. Aunque tenemos la certeza de que son falsas, bromeamos con la posibilidad contraria.
El resto del día visitamos el palacio Phuphing, residencia que los reyes de Tailandia tienen en esas montañas; los jardines son públicos, con árboles singulares, macizos de flores, un gran estante y edificios acordes con el paisaje. Regresamos a Chiang Mai al anochecer, cansados y contentos de nuestro periplo por el Doi Pui.
Cenamos en un tianguis de comida junto al canal, en la parte sur de la muralla. Cada uno elige las ver-duras y la carne o el pescado que quiere comer; lo preparan en el momento, al gusto, y cocinan con diferentes especias: curry, jengibre, comino y salsas picantes de tamarindo, mango o piña; lo sirven acompañado de arroz o pasta. Un lujo culinario al alcance de todo presupuesto. Esa noche visitamos el bazar nocturno de Chang Klan, en la parte moderna: telas de seda y ca-chemir, tallas de madera, esencias, joyería de plata y artículos de cuero. En las calles hay divanes para masaje. Encontramos un sitio tranquilo para escuchar música y bailar hasta la madrugada.

3 de noviembre

Me despido de mis amigos, que viajan al sur de Tailandia. Me dicen que las piedras son falsas, consultaron en internet y el diamante tiene otras características. Era lo esperado, nos había ganado la codicia de que fuesen auténticas. Conservo esa piedra como recuerdo y como símbolo.

Decido salir de Chiang Mai al día siguiente, rumbo a Pai, un pueblo que está a cuatro horas hacia el noroeste, en plena sierra. Me despido de esta ciudad que vive enraizada en la tradición, entre templos y montañas. 
Al anochecer toco las campanas que hay en el jardín de un monasterio y me llega a la mente la frase, citada por Octavio Paz, de Murasaki Shikibu, autora de la incomparable novela La historia de Genji(1008): “El sonido de las campanas del templo de Heion proclama la fugacidad de todas las cosas.” 



Enlace:

http://semanal.jornada.com.mx/2015/11/20/chiang-mai-entre-templos-y-montanas-1841.html 


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