Publicado en La Jornada el domingo 13 de diciembre de 2015
Roland Barthes o la intensa percepción del lenguaje
Por Xabier F. Coronado
Los demonios, sobre todo si son del lenguaje (¿y de qué otra cosa serían?)
se combaten por el lenguaje.
Roland Barthes
La comunicación básica a lo largo de la historia de la humanidad ha sido el lenguaje, pero el fenómeno comunicativo se ha diversificado hasta convertirse literalmente en una red que nos engloba sin remedio. En la segunda mitad del pasado siglo, dentro del campo teórico de la comunicación, surge la semiótica: una disciplina que afirma que los seres humanos, además de comunicarnos a través de la lengua, utilizamos elementos externos que se convierten en signos y transmiten mensajes emocionales, ideológicos o sociales.
La semiología estudia el lenguaje de los signos en la sociedad humana. Su origen se sitúa en las teorías lingüísticas de Ferdinand de Saussure (1857-1913), que definió la lengua en términos de “sistema de signos” y la concibió como una institución social de naturaleza mental, previa e independiente de los usos de los hablantes. El análisis semiológico se ha vuelto necesario para estudiar el espíritu de nuestra época y entender que, tanto el lenguaje como los objetos, son símbolos de la sociedad que los crea y emiten mensajes que pueden ser descifrados.
Del signo y la imposición del lenguaje...
Olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva.
Roland Barthes
El nombre del escritor francés Roland Barthes (1915-1980) está unido a la toma de conciencia de un fenómeno que ha determinado a la sociedad contemporánea: la gradual “semiotización” de la cultura. Signos, símbolos y sus representaciones, dominan nuestra realidad y se han convertido en algo característico de la evolución social. Roland Barthes, junto con otros pensadores como Louis Hjelmslev, Algirdas Greimas, Pierre Guiraud, Yuri Lotman, Umberto Eco y Julia Kristeva, son los creadores del ámbito teórico de la semiología. Barthes y Kristeva desarrollaron la semiología de la significación, que otorga más importancia al sentido que a la propia comunicación, y replantearon la función del texto. Ambos formaban parte del grupo de la revista Tel Quel (1960-1982), publicación literaria de vanguardia fundada por Philippe Sollers, donde colaboraron intelectuales y especialistas de diferentes campos de la investigación como Jacques Derrida, George Bataille, Michel Foucault o Tzvetan Todorov, entre otros muchos.
Barthes fue un escritor documentado y minucioso, de amplia formación académica, sociólogo y semiólogo, influenciado por Michelet (“le debo haber descubierto la fuerza de la escritura cuando el saber acepta comprometerse con ella”), amante del teatro y con una visión brechtiana de la sociedad. Un lingüista que, además de impulsar la renovación de la retórica, modeló una corriente intelectual de análisis crítico con base estructuralista que integraba marxismo, existencialismo, antropología y psicoanálisis.
Para Barthes, todo texto es un tejido intrincado de símbolos, metáforas, imágenes y fantasía que hay que desentrañar. Su análisis y su crítica nunca son ideológicos, algo que fundamentó en su primera obra, El grado cero de la escritura (1953), que recopila ensayos aparecidos en la revista Combat, donde colaboró desde 1946. Con este volumen intenta una “introducción a la Historia de la Escritura” e inicia una nueva forma de crítica literaria al sentar que: “La lengua está más acá de la literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte.”
Nadie puede pretender comprender la cultura contemporánea si no ha estudiado la obra de Roland Barthes, que requiere una lectura pausada y reflexiva. El libro indicado para tomar contacto con ella es Mitologías (1957), un genuino modelo de ensayo analítico donde se escrutan los signos de la cultura contemporánea. Habitamos un mundo lleno de todo tipo de signos –históricos, políticos, sociales, sexuales– que pueden ser interpretados. El resultado es una compleja estructura de significaciones en la que el individuo podría intentar entenderse a sí mismo, pero acaba perdiéndose en una dialéctica preestablecida. Más que hablar, somos hablados por un lenguaje impuesto: “El lenguaje es una legislación, la lengua es su código.”
Barthes argumenta su polémica declaración, “la lengua es fascista”, al afirmar que existe una relación de fuerza entre el lenguaje y el sujeto cuya razón de ser es forzarnos a hablar. Mediatizados por este hecho, hablamos sin reflexionar, cautivados por frases hechas que reproducimos automáticamente: “No es tanto lo que impide expresar cuanto lo que obliga a decir.” A esa acción incontrolada Barthes la llamaba “le babil” (el parloteo).
La recopilación de textos en el volumen Ensayos críticos (1964), supuso la oportunidad de entender al Barthes de la primera etapa de su obra. Sus trabajos de aquellos años: Sobre Racine (1963), Elementos de semiología (1965), Introducción al análisis estructural del relato (1966), y S/Z (1970); son estudios que sentaron las bases de una nueva visión de la literatura. Barthes fue un analista lúcido de la realidad que consideraba a la sociedad como un espectáculo teatral, una representación permanente de mentiras sustentadas por el propio influjo social. Fue el primer escritor que realizó un ensayo serio sobre la moda (El sistema de la moda, 1967), mucho antes de que el tema fuera tratado por otros autores como Umberto Eco.
Lo que más impacta de Barthes es su estrategia de análisis, pues ejerce la crítica del discurso desde el propio discurso, ya que para él “es dentro de la lengua donde la lengua debe ser combatida”. Para salvar esa aparente contradicción apuesta por lo neutro, que es la clave para romper el cerco ideológico donde está confinada la lengua. El estudio de los signos tiene en el lenguaje su principal objeto de reflexión, y un análisis neutro escapa al juego de oposiciones que se da en cualquier campo del conocimiento: “Los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan en favor de un estado neutro e inerte de la forma, el pensamiento conserva así toda su responsabilidad.”
Para Barthes la escritura neutra (el grado cero) se coloca en medio de los juicios sin participar de ellos. Este enfoque neutral a la hora de hacer crítica es una de las singularidades de su obra, ya que la mayoría de sus contemporáneos se habían posicionado en uno u otro lado.
… al placer de escribir
El lenguaje goza tocándose a sí mismo.
Roland Barthes
La obra de Barthes evoluciona del riguroso discurso teórico de sus primeros trabajos, donde llegó a desarrollar un coherente sistema de análisis lingüístico, a la necesidad de humanizar sus textos. En 1970 publica El imperio de los signos, influenciado por un viaje a Japón que le descubrió el zen y la cultura oriental. A partir de entonces, comienza a escribir libros que van dejando de lado el rigor del análisis semiológico y su obra se impregna de una pasión que pocos habrían podido predecir. Sus textos empiezan a dar importancia a la experiencia sensible y al placer de los sentidos. Hay un libro fundamental, El placer del texto (1973), donde las reflexiones de Barthes nos llegan con más claridad que en sus obras anteriores: “Hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro. Es decir: ya sea vinculando el texto de los ‘placeres’ de la vida (una comida, un jardín, un encuentro, una voz, un momento, etc.) al catálogo personal de nuestras sensualidades, o ya sea abriendo mediante el texto la brecha del goce…”
Desde entonces, a pesar de su tendencia a ser reservado, Roland Barthes siente la necesidad de hablar de sí mismo, de mostrarse, aunque sea de manera controlada pues había cosas que no quería revelar, entre otras su homosexualidad –“lo que oculto con mi lenguaje lo dice mi cuerpo”–, consciente de vivir en una sociedad sometida a estrecha vigilancia. En 1975 publica una autobiografía singular, Roland Barthes por Roland Barthes, estructurada como la gran mayoría de su obra, a base de fragmentos deductivos. En este libro nos muestra una serie de fotos familiares, habla de sí mismo en tercera persona y su estilo se simplifica.
En su obra hay un culto a lo fragmentario, y esa forma de escritura fraccionada es producto del pensamiento inmediato, recogido en pequeñas fichas, miles de ellas, que utiliza para captar el momento existencial y transmitirlo como es: repentino e imprevisible. Un inesperado impacto consciente que no tiene permanencia, que se manifiesta en discontinuidad, sin nexos, y que se satisface a sí mismo al cumplir su única razón de ser, mostrarse: “El placer en pedazos; la lengua en pedazos; la cultura en pedazos. [...] El texto de goce es absolutamente intransitivo.”
La evolución de su obra sube otro peldaño con Fragmentos de un discurso amoroso (1977), donde considera al amor un objeto supremo de reflexión, y su disertación se hace definitivamente más literaria, más humana. Barthes identifica al amor con el lenguaje: “El amor es la materia misma que uso para hablar, el discurso amoroso.” Como escritor y lingüista reconoce que “querer escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje: esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a la vez demasiado y demasiado poco; excesivo y pobre.” Para Barthes, el amor no se puede atrapar más que por “destellos, fórmulas, hallazgos de expresión”, y manifiesta que es muy importante en su vida, un motor necesario para la existencia: “En la ausencia amorosa, soy, tristemente, una imagen desapegada que se seca, se amarillea, se encoge.”
El cambio no es repentino, es una transición donde el autor se centra en la misión de devolverle a la escritura la sensualidad que le es propia y que hasta entonces le había usurpado; esa tarea se convierte en la razón de ser de sus libros posteriores. Entonces, Barthes se aferra al escribir como la única posibilidad que le queda de decir lo propio, lo que ocurre cuando el cuerpo se pone en contacto con el mundo. Una revolución emocional que se refuerza con la muerte de su madre y da lugar a un nuevo texto fragmentario, Diario de duelo (1977-1979), un grito desgarrador por la ausencia de quien siempre había vivido a su lado.
En sus últimos años, Barthes enfoca su capacidad deductiva en el análisis de la imagen fotográfica y nos deja, justo antes de su inesperada muerte, La cámara lúcida (1980), un manual imprescindible para quienes se interesan por la teoría de la imagen. A partir de entonces aparece una serie de recopilaciones de materiales dispersos, cursos y otros trabajos que se fueron extrayendo de los tres volúmenes de sus Obras completas (1993-1995).
Entre sus publicaciones póstumas hay una especialmente interesante, Incidentes (1987), que es el colofón al proceso de cambio que el autor había iniciado en los años setenta. Se trata de un libro que incluye cuatro textos: el que da título al volumen, realizado durante una estancia en Marruecos en 1969, y otros tres, “La luz del sudoeste”, “Esta noche en el Palace” y “Noches de París”, escritos entre 1977 y 1979. En ellos, Barthes se nos presenta tal como es, sin tapujos ni interdicciones, se reconcilia consigo mismo y con sus lectores al mostrarse como un ser humano que no se diferencia de sus semejantes, inmerso en el mundo sensible que todos compartimos y del que se había exiliado durante su aventura teórica y analítica: “El saber deserta de la literatura, que ya no puede ser más que la aventura de lo imposible del lenguaje, en una palabra, texto.”
La obra de Barthes pasa de la reflexión teórica a la manifestación de la experiencia vivida, ésa que no precisa de ningún saber determinado que la explique porque se convierte en ella misma al otorgarle el poder de la palabra para que muestre lo que nos quiere transmitir: “Me pareció evidente que iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de ellos hacia mí, ¿qué haré, entonces, durante mis correrías? No ceso de mirar a los chicos, deseando inmediatamente, el estar enamorado de ellos. ¿Cuál va a ser para mí el espectáculo del mundo?”
En 1975, en una entrevista para Radioscope, Roland Barthes afirmaba con claridad haber descifrado el sentido del camino recorrido y la razón de ser de la escritura: “El acto de escribir puede asumir diferentes máscaras, diferentes valores. Hay momentos en que uno escribe porque piensa participar en un combate; así ocurrió en los comienzos de mi carrera... Y luego poco a poco se discierne la verdad, una verdad más desnuda, si puedo decirlo así, es decir, uno escribe en el fondo porque le gusta hacerlo, porque escribir da placer.” •
Enlace:
http://semanal.jornada.com.mx/2015/12/11/roland-barthes-o-la-intensa-percepcion-del-lenguaje-239.html
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