lunes, 22 de enero de 2018

Los ríos profundos



Publicado en La Jornada: domingo, 20-01-18


Los ríos profundos:
de vidas, viajes y caminos



Por Xabier F. Coronado










Los indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, 
porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre.

José María Arguedas, Los ríos profundos




Desde el principio, a todos se nos abren los caminos, aunque luego se cierran a medida que vamos aceptando la realidad exclusiva. La ruta oficial ya estaba trazada sin consultarnos previamente. Todo se hizo obligado, marcado por el destino que tocaba vivir, limitado a la senda ya señalada por aquellos que nos habían precedido. Pero la realidad es que siempre están abiertos los caminos, aunque parezca que permanecen cerrados.

Muchos recordamos aquella vez que caminábamos de la mano de una persona cercana que nos llevaba a un lugar determinado. En un momento, distraída por algo, nos soltó y entonces seguimos adelante, solos, por un camino lateral que captó nuestra atención infantil. Sin temor, porque aún no existían los miedos, tomamos ese camino alterno, libres, guiados por un instinto aventurero… hasta que la voz familiar nos llamó a su lado con alarma.

Entonces aprendimos que debemos andar sólo por caminos establecidos, siguiendo el rastro de otros que no llegaron a ninguna parte. Pero eso no importa, había que seguirlos y actuar como si fueran a llevarnos a un lugar extraordinario. Así, recorrimos el sendero común que la educación impone, años de estudios y tareas, de incomprensiones y requerimientos.

El viaje cotidiano recorre siempre la misma ruta sin fin dentro de casa, el mismo itinerario cada día, a la escuela, al trabajo, a las responsabilidades familiares, por esa línea precisa marcada en el mapa de la vida con regla, escuadra y cartabón. Afortunadamente, nada es tan absoluto y, a veces, se dan las vías alternas. Otras rutas se abren y, ante la disyuntiva, podemos decidir ir a la contra… pero se necesita voluntad y confianza, entregarse, creer en lo que se elige.

Hay vías alternas pero para emprenderlas hace falta decisión. La que se tiene cuando la luz que se intuye al fondo del túnel es más fuerte que la voz que nos detiene. Entonces, esos otros caminos se hacen realidad, caminos que tampoco llevan a ninguna parte, porque la muerte los reúne igualando los destinos, pero dejan una satisfacción diferente por ser veredas que se van construyendo cada día, forjadas a base de latidos, en un viaje abierto sin itinerarios preconcebidos ni rutas acordadas. Es elegir entre lo conocido y lo que se puede conocer.

Al menos una vez en la vida surgen otras posibilidades. Nos percatamos de que la colateral está ahí porque percibimos huellas de pioneros que hollaron esas rutas fronterizas. Muchas veces, la atracción que producen los misterios por descubrir no es suficiente para dar el golpe de timón y cambiar el rumbo. Entonces sublimamos el impulso, miramos alrededor, a la conocida realidad que atrapa, y reafirmamos el viaje cotidiano. No convence a la razón el impulso del instinto.

Otras veces nos ciegan las luces desveladas, la corriente de aire fresco que augura ambientes renovados, horizontes abiertos y escondidos. Encandilados por reflejos del futuro, por voces misteriosas que susurran secretos al oído, nos lanzamos en pos de esos murmullos de sirenas, no importa si llevan a un abismo.

Hay ocasiones en que esa senda a lo desconocido, a lo que queda fuera de la hoja de ruta, está detrás de una puerta que abierta por azares o impuesta por circunstancias, un día se hace presente. Así le pasó a José María Arguedas: en su infancia una serie de vicisitudes familiares lo llevaron a un viaje sin retorno, a un periplo sin fin, a través de los ríos profundos que bajan de la sierra, entre paisajes que, a pesar de estar ahí, no se ven desde el camino. Ese cambio de ruta marcó la existencia de Arguedas y pudo experimentar otras realidades que quizás nunca hubiera podido descubrir.

Jorge Manrique acuñó en sus coplas que el viaje de la vida es como un río, uno de esos ríos profundos que Arguedas descubrió cuando era niño. Cauces que marcan los caminos de una vida, que cruzan valles y barrancas, que van desde las milenarias piedras del Cuzco, hasta las cimas de las cordilleras que envuelven el Apurímac –“dios que habla” significa el nombre de este río– donde “los cañaverales reptan las escarpadas laderas o aparecen suspendidos en los precipicios”. Desde arriba, la voz del río suena lejana, traída hasta las cumbres desde abismos profundos, “como un rumor del espacio”; después se llega a la quebrada bruscamente y no se escucha más que esa voz del río que parece cantarnos al oído un huayno triste que habla del olvido y que despierta en el viajero recuerdos de los sueños más lejanos, de afanes muy antiguos. Por esas rutas José María Arguedas llegó a Abancay, el pueblo silencioso, después de atravesar toda la sierra en un peregrinaje que, momentáneamente, allí se detendría. Un tiempo importante de su infancia que le marcó la vida. “Awankay es ‘volar planeando, mirando la profundidad’, un pueblo perdido entre bosques de pisonayes y de árboles desconocidos, es un valle de maizales inmensos que llegan hasta el río.” Arguedas llegó a este lugar con su padre, atravesando el puente de cal y canto de tres arcos sobre otro río profundo, el viejo Pachachaca.

La vida es un viaje inmerso en ríos profundos que fluyen hacia adentro, para explorar el origen, donde se encuentra la razón de la existencia. La búsqueda es sin tregua y es precisa, el viaje se modela con la tierra y el agua del camino, se fragua con el fuego interior que da su sentido a cada vida. El barro se convierte en memorias que con el sol se cristalizan, el trabajo continuo engendra obras que van quedando a lo largo del camino como estelas grabadas en el códice de la vida: son señales que marcan una huella, hitos en un mapa que a otros guía y forman un mensaje que perdura.


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http://semanal.jornada.com.mx/2018/01/21/los-rios-profundos-de-vidas-viajes-y-caminos-6943.html 

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