Publicado en La Jornada, domingo 1º de abril de 2018
El Ande peruano:
violencia, sometimiento y dignidad
Xabier F. Coronado
Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema.
Ernesto Sábato
A lo largo de la historia de la humanidad se dan procesos
repetitivos. El desarrollo de sociedades diferenciadas trae consigo que, en
algún momento de su evolución, tengan contacto y se relacionen entre sí. Un análisis
elemental de la historia es suficiente para verificar que, casi siempre, el
contacto es violento: se produce un conflicto que tiene como resultado la
subordinación de los derrotados y la imposición de la cultura que resulta
victoriosa.
Una de las muchas
consecuencias de la exigencia a los vencidos de seguir los patrones culturales
del vencedor (lengua, religión, costumbres, etc.), es generar entre los
sometidos movimientos de resistencia contra esos cambios imperiosos que
conducen a la desaparición de su modo de vida y sus costumbres.
Resistencia es la acción,
efecto y capacidad para resistir —oponerse con fuerza a algo, aguantar— de un
conjunto de personas que se oponen con distintos métodos a los invasores de un
territorio o a una dictadura.
La resistencia cultural tiene
un componente de desobediencia, individual y colectiva. Un grupo cultural que no
se siente integrado en un sistema impuesto, manifiesta su resistencia al poder conservando
sus tradiciones y sus maneras de expresarse.
Historia antigua del Ande
Hasta el tiempo que empezaron los incas, todos los naturales de estos
reinos vivieron en behetrías sin reconocer señor natural ni elegido, procurando
conservarse en una simple libertad.
Pedro Sarmiento
de Gamboa, Historia de los Incas.
En los territorios insulares y continentales que hoy
conocemos como América, el patrón de conquistas, sometimientos y resistencias
es anterior al descubrimiento que, a finales del siglo XV, los europeos hicieron de
un continente cuya existencia ignoraban. Un encuentro entre dos mundos que acabó
en invasión, conquista y genocidio.
En los poblados situados en laderas, valles
y barrancas del Ande peruano —tres cadenas de montañas,
altiplanos, quebradas profundas y caudalosos ríos— vivían tribus que desde
tiempos pretéritos formaban sociedades y desarrollaban una evolución original. La cultura del Ande es muy antigua, un pasado de
episodios históricos protagonizados por pueblos que tuvieron su apogeo para
desaparecer ante el empuje de otros que resistían. Cada uno de estos pueblos aportó
rasgos propios a una civilización que es motivo de estudio para arqueólogos e
historiadores.
En la región hubo culturas
preincaicas muy desarrolladas —como Wari, un centro urbano cerca de Ayacucho
que fue capital de un imperio— que dejaron vestigios aún por explicar. Antes
que los incas dominaran el Ande, el aymara era el idioma más extendido; en
cambio, cuando llegaron los conquistadores españoles se hablaba mayoritariamente
el quechua, una lengua raíz con variantes comarcales que era la herramienta de
transmisión de una cultura ágrafa de tradición oral. Los pueblos que habitaban
estos territorios vivieron en constante lucha durante la formación y el auge
del imperio inca que impuso como idioma oficial un tipo de quechua que llamaron
runa simi.
Poco conocemos de esa
historia previa, los datos recogidos tienen sus propios errores e interpretaciones
subjetivas tanto por parte de las fuentes como de los cronistas. La
mayoría de las dudas y confusiones que existen sobre los incas son provocadas por la diversidad de crónicas pues relatan
una aproximación sesgada a los hechos verídicos.
Los sucesos recogidos por
los cronistas habían sido conservados por los propios protagonistas de la
historia. Los quipucamayus, eran un
grupo de funcionarios incas encargados de asentar la memoria a través del
relato oral, los cantos, las pinturas y los quipus
(hilos y cordones de colores anudados que fijaban eventos y fechas); contaban
las gestas de los monarcas y ejercían como actuarios en inventarios y
estadísticas sobre asuntos administrativos del gobierno.
De la gran variedad de crónicas
sobre la historia prehispánica del Ande, cabe citar la Crónica del Perú (1550) y El
señorío de los incas (1553) de Pedro Cieza de Léon, cronista oficial de
Indias. Cieza analiza a los conquistadores y sus enfrentamientos, aporta datos
que recabó sobre la historia de Perú, proporciona información sobre la cultura
incaica y describe el hábitat de la flora y fauna andina. Entre los textos más
reconocidos y estudiados están los Comentarios
reales de los Incas (1609), debidos a Garcilaso de la Vega el Inca, que describen
la historia, cultura e instituciones sociales de los incas y los primeros años
de la conquista; una crónica idealizada y emotiva, escrita con una prosa genuina
muy al estilo renacentista.
Párrafo aparte merece una
joya historiográfica, Primer nueva corónica
y buen gobierno (1615), de Huamán Poma de Ayala —inca de Huánuco en la
cordillera Azul del Ande—, escrita en quechua, aymara y castellano. Más de mil
páginas ilustradas con cientos de imágenes que dan una visión propia del mundo
andino y la sociedad colonial peruana. En 1908, el investigador alemán Richard
Pietschmann encontró el original en la Biblioteca Real de Copenhague y en 1936
se publicó en París una edición facsimilar.
La mayoría de las crónicas
realizadas por los conquistadores se inscriben dentro de la tendencia que
justifica la conquista como medio necesario para la civilización y
evangelización de América. Los cronistas hispanos recogían
las historias relatadas alterándolas o entendiéndolas según sus intereses. Lo
mismo habían hecho los quipucamayus omitiendo ciertos hechos a discreción de
los monarcas incas.
Las investigaciones
históricas posteriores nos dan una visión del mundo incaico y preincaico desde
diferentes perspectivas. En 1953, la historiadora María Rostworowski, publicó el
libro, Pachacutec, que se ha
convertido en una obra fundamental para conocer la historia del Ande. Su
trabajo reconstruye el periodo del incanato a través del análisis de los
numerosos datos que aportan las crónicas y los estudios arqueológicos y
documentales posteriores.
Las crónicas relatan que las
tribus que formaron el pueblo inca se instalaron sucesivamente en Cuzco, corazón
del Ande, a partir del siglo XII. Garcilaso de la Vega relata que Manco Capac y Mama
Ocllo, su hermana y mujer, eran hijos del Sol que salieron de las aguas del
lago Titicaca y pusieron rumbo al norte en busca del valle adecuado para
asentarse. Cerca del Cuzco, en el monte Huanacauri se produce la señal
esperada, el bastón que llevan se clava en la tierra marcando el lugar donde
iban a construir la capital de un imperio. Se cree que esta leyenda fue el
relato oficial difundido entre los runas
(pueblo llano) por los soberanos incas para demostrar que su poder procedía de lo
divino y se afianzaba sobre lo mágico.
Juan Díez
de Betanzos (1510-1576), cronista, traductor e intérprete que llegó a dominar
el quechua y se casó con una hermana de Ayahualpa, en su obra, Suma y narración de los incas, recoge otra
tradición donde se relata que, en el origen, los hijos del Sol eran los cuatro
hermanos Ayar: Manco, Cachi, Uchu y Auca; que junto a sus cuatro hermanas y
mujeres salieron de la cueva Pacari Tampu (posada del amanecer) después de un diluvio
que asoló el Ande. La leyenda cuenta lo que les pasó a los cuatro hermanos que
personifican las cuatro tribus —cada una formada por varios ayllus (castas, linajes o familias)— que
son el origen de los incas.
La mitología y la leyenda se mezclan hasta el momento que
Manco Capac llega al Cuzco. A partir
de ahí comienza la historia del imperio inca que tuvo una docena de monarcas de
dos dinastías: Hurin y Hanan (abajo y arriba), denominación común dada, entre
las tribus del Ande, a la dualidad. Los cinco soberanos Hurin fundaron la
confederación cuzqueña a base de alianzas con los pueblos vecinos a la ciudad y
su territorio no se extendió más allá del valle del Cuzco.
El cambio de dinastía abrió
otra época, los nuevos soberanos Hanan renovaron la ciudad y extendieron su
domino lejos del Cuzco. Implantaron un régimen teocrático absolutista de
organización comunitaria y tuvieron mayor ambición de grandeza. Con Inca Roca, el
sexto monarca, aparece por primera vez el título de Inca y a partir de entonces,
los soberanos dejaron de ser jefes electos y tuvieron sucesores de sangre.
Inca Roca fundó el Yacha Huasi, escuela para los niños nobles
incas. Durante cuatro años los estudiantes eran instruidos en el runa simi (quechua
oficial), las leyes, la historia y los quipus. Una vez educados participaban en
las ceremonias de la mayoría de edad (Huarachico).
Si, como dice María Rostworowski, Manco Capac fue el fundador de la epopeya
incaica, Inca Roca puede considerarse como el promotor de la grandeza del
imperio inca.
Hasta esos momentos, la
confederación inca sólo era uno más de los pueblos que se disputaban el
territorio en una zona geográfica de altas cumbres, ríos, punas y desiertos.
Los señores del Cuzco estaban contenidos por los curacas (caciques) vecinos que se habían hecho fuertes e impedían
su expansión. Entre ellos, los más poderosos
eran los chankas que tras sus últimas conquistas mostraban la intención de enfrentarse
a los incas.
Los chankas eran tribus
guerreras venidas desde otras tierras y hay poca información sobre sus
tradiciones. Tenían al puma por animal sagrado y adoraban ídolos de piedra
negra con figura humana. Eran de mayor estatura que quechuas y cuzqueños y se
dice que hablaban el huahua simi (idioma
de los antepasados). Los chankas tenían fama de fieros guerreros y echaron a
los quechuas al sur del río Pachachaca. La confederación chanka ya ocupaba una
gran extensión dentro del Ande, mayor que la que entonces controlaban los incas.
Ante la debilidad del Inca
Viracocha, octavo soberano, los chankas decidieron atacar Cuzco para derrocar a
los incas, pero fueron rechazados y vencidos por Pachacutec, hijo menor de
Viracocha, que defendió la ciudad tras la huida del monarca. Esta victoria de
incas sobre chankas modificó la situación que los cuzqueños tenía en su entorno:
habían abierto brecha en el círculo de pueblos hostiles que les rodeaban al derrotar
al más poderoso de ellos. A partir de la victoria sobre los chankas, los incas
comienzan un periodo de conquistas obsesivo y violento.
Pachacutec (el que
transforma la tierra), fue el noveno soberano inca, bajo su reinado el imperio
comenzó a expandirse, no sólo por el Ande, también por la costa y comarcas
alejadas. El monarca tomó parte directa en las primeras conquistas, pero después
delegó el mando a capitanes de su casta familiar para poder dedicarse a transformar
la ciudad de Cuzco en la admirada capital del imperio: Levantó el nuevo templo
del Sol, Coricancha (cerco de oro),
un edificio de culto esplendoroso acorde con la grandeza del imperio. Pachacutec
construyó palacios, casas y fortalezas con grandes bloques de piedra, rediseñó
calles y edificios, amplió el sistema de canales para el agua y reordenó las
tierras de cultivo alrededor de la ciudad.
También instituyó una nueva
organización para controlar y conservar los territorios sometidos. Estableció una
administración evolucionada, una forma de socialismo colectivista sustentada a
base de impuestos y obligaciones laborales. El Estado mantenía a la población
que dependía en todo del gobierno. Las leyes se difundían en forma de cantares,
advertían de las normas y castigos, eran claras y de aplicación estricta; el
delito más perseguido entre el pueblo era la ociosidad.
La mayoría de los cronistas
e historiadores identifican a este monarca como artífice de la expansión y
articulación del imperio: fomentó núcleos urbanos como Machu Picchu; desarrolló
las comunicaciones en los territorios conquistados construyendo miles de
kilómetros de carreteras con puentes, túneles y albergues para las tropas
desplazadas y los correos del reino (chasquis).
El gran organizador del incanato sabía que el funcionamiento de su
administración dependía del buen estado de la red de caminos y su comunicación
con los lugares más alejadas del imperio.
Pachacutec reinó los últimos
años con su hijo Tupac Yupanqui, décimo soberano, que también se destacó como
gran conquistador. Entre él y su sucesor, Huaina Capac, ampliaron las fronteras
del imperio por el norte hasta Quito y por el sur hasta el río Maule, una
extensión de más de 4 mil kilómetros que hoy comprendería territorios de Perú, Ecuador, Colombia,
Bolivia, Chile y Argentina.
Dos de sus hijos, Atahualpa
y Huascar, se disputaron el imperio. Los guerreros de Atahualpa llegaron al
Cuzco, tomaron prisionero a Huascar y mataron a los miembros de la familia real
que pudieran intentar destronarle. Cuando llegaron los castellanos a Cajamarca, Atahualpa mandó ejecutar a
su hermano y no quiso acatar el requerimiento de sumisión que le ofrecían los
invasores. Los dos ejércitos entraron en combate y Francisco Pizarro, apoyado
por los seguidores de Huascar, capturó a Atahualpa y lo puso en prisión. Pizarro
negoció la vida del inca por un rescate en oro y plata, se repartió el botín
con su socio Almagro. La parte correspondiente al quinto real se calculó en 100
mil pesos de oro y 5 mil marcos de plata.
Pizarro faltó a su palabra, no
liberó a Atahualpa, lo juzgó por la muerte de su hermano y lo ejecutó en Cajamarca
en julio de 1533. En noviembre tomó Cuzco sin apenas resistencia y puso en el
gobierno a Tupac Hualpa que juró vasallaje al emperador Carlos V. Se
organizaron grupos de resistencia en Choquequirao y Vilcabamba capitaneados por
Manco Capac II y Tupac Amaru, que intentaron recuperar una supremacía que habían
perdido para siempre. Era la caída del imperio de los Hijos del Sol.
Colonia, dominio y liberación
Las ciudades coloniales fueron nuevos estratos, nuevos centros asentados
sobre muchos otros que, a su vez, en los siglos pasados constituyeron núcleos
renovados de la vida humana en estos territorios.
José María
Arguedas
En 1572, Francisco de Toledo,
virrey del Perú entre 1569 y 1581, puso fin a la
resistencia inca en Vilcabamba, destruyó el lugar y capturó a Túpac Amaru, que
fue degollado en la plaza de Cuzco ante cientos de compatriotas.
Después de consumada la
conquista, el virrey Toledo quiso probar que los incas eran foráneos y se habían
impuesto por la fuerza a los naturales de esas tierras para establecer un
gobierno tiránico. Quería justificar el genocidio y demostrar que Castilla tenía todo el derecho de acabar
con aquel imperio para civilizar a los indios y convertirlos a la religión verdadera.
El virrey pensaba tomar sus argumentos de las declaraciones de los nativos, encargó
la misión al capitán Pedro Sarmiento de Gamboa y dispuso que le acompañara en
la inspección de las provincias del virreinato para recabar las informaciones
pertinentes.
De esta manera se gestó una de
las crónicas más importantes sobre el Ande prehispánico, la llamada Historia de los Incas, escrita por el
navegante e historiador Pedro Sarmiento de Gamboa con el nombre original de Historia Índica. La crónica abarca desde
los tiempos anteriores a la formación del imperio hasta la llegada de los
españoles. El manuscrito llegó a perderse y permaneció inédito por más de tres
siglos hasta que Wilhem Meyer encontró una copia en la Biblioteca Universitaria
de Gotinga en 1893 y el historiador Richard Pietschmann, lo publicó en Berlín trece
años después.
Sarmiento de Gamboa recogió,
por medio de declaraciones, relatos de la historia y las tradiciones incas registradas
en la memoria de los informadores, en los cantares, pinturas y quipus. Francisco
de Toledo se valió de esas investigaciones para
conseguir información sobre el territorio, los pueblos que lo habitaban y la
organización administrativa incaica. Así conoció el régimen de tributación que los soberanos
incas habían establecido y lo adoptó para aplicar un sistema ya conocido por
los indígenas. También reprodujo la mita (turno), que era reclutar mano de obra para el trabajo
público, un servicio comunitario obligatorio para hombres entre 25 y 50 años de
las clases populares. Los invasores del Ande aplicaron la mita incaica para
explotar minas en Potosí y Huancavelica.
Francisco de Toledo fue el organizador del
virreinato de Perú, agrupó la población indígena en reducciones mediante un plan
de ordenación de pueblos con un patrón de funcionamiento hispánico: los
cabildos. Las bases del sistema colonial aplicado en este amplio dominio fueron
recogidas en las “Ordenanzas del virrey Toledo”, redactadas por los juristas
Juan de Matienzo y Juan Polo de Ondegardo. Así se comenzó a afianzar una
dominación que iba a durar casi tres siglos.
En diciembre de 1824, en la
pampa de Quinua (Ayacucho), Antonio José de Sucre, al frente del ejército
libertador del Perú, acabó con la supremacía de un imperio en decadencia. En la
hoy cuestionada batalla, luchó y venció a los realistas peruanos: unos y otros eran
casi lo mismo. Tras la liberación tomó el poder una retahíla de gobernantes
republicanos, la mayoría dictadores civiles y militares, que mantuvieron
sometido y marginado al pueblo andino hasta la fecha.
En la pasada década de los
70, surgió en el Ande un movimiento de resistencia armada que se gestó en la
universidad de San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho), institución fundada en
1677 por los invasores españoles. El grupo Sendero Luminoso, nombre tomado de
una frase del revolucionario e ideólogo marxista José Carlos Mariátegui
(1895-1930) el Amauta (sabio), entabló
una lucha de liberación campesina contra el ejército peruano por casi dos
décadas. El conflicto dejó miles de muertos entre enfrentamientos y represión político-militar.
De nuevo, episodios de violencia extrema en territorios del Ande.
Resistencia cultural y resurgimiento
Hay otra humanidad posible, la del amor a la naturaleza de la cultura de
los Andes.
Ariel Dorfman
Después de explorar los hechos de la mano de cronistas e
investigadores, constatamos que en el Ande, como en otras partes del planeta,
la historia de los pueblos se forja por medio de luchas, guerras y conquistas. La
historia nos demuestra que siempre hubo imperios: se gestan, expanden y
desaparecen en medio de intensas luchas por dominar, por defenderse. Una
sucesión de caudillajes establecidos a base de violencia física extrema ligada
a la imposición de creencias religiosas que llevan a la sumisión y la
resistencia.
Ernesto Sábato, en su libro Resistencia, escribe: “Colonialismos e
imperios de todos los signos, a través de luchas sangrientas, pulverizaron
tradiciones enteras y profanaron valores milenarios, cosificando primero la
naturaleza y luego los deseos de los seres humanos.”
¿Tendrá que ser así siempre?
¿Se puede romper la espiral de violencia que nos muestra la historia?
Actualmente, en el Ande,
todavía se puede sentir la hondura del pueblo quechua sobreviviente: siglos de
violencia, menosprecio y marginación no han podido borrar las huellas de su más
antigua herencia. Subsiste lo que José María Arguedas señalaba hace más de
cincuenta años a quienes penetraban las sierras andinas: “Veréis hombres
semejantes en rostro y porte a los antiguos dioses que el hombre tuvo. No
contaminados, no tocados por occidente. Bárbaros, tiernos y vigorosos.”
En el Cuzco, en Andahuaylas
y Ayacucho conocí gente consciente que se saben legatarios de una tradición
milenaria y mantienen su ayllu o linaje, eje de la estructura social de los
pueblos del Ande prehispánico. El quechua, base de su cultura, resiste. La
gente del Ande defiende su lengua para protegerla. Arguedas avivó la
resistencia del quechua y pugnó con toda la sociedad peruana para conseguir el
reconocimiento de la cultura andina. Creía con convicción en esa “utopía
arcaica” tan criticada por el desarraigado escritor peruano Vargas Llosa.
José María Arguedas sabía
por experiencia que la cultura del Ande, basada en el amor y la convivencia con
la madre naturaleza (pacha mama), era
capaz de transformar el Perú porque es una cultura de categoría moral y
estética más elevada que la de quienes en su propia tierra la marginaban y rechazaban.
Después de más de cincuenta
años, las razones que el escritor, etnógrafo y antropólogo de Andahuaylas
exponía para creer en la utopía arcaica, se mantienen vivas abriéndose paso en
el Perú que Arguedas había soñado para este siglo: un territorio donde todas
las sangres sean equivalentes y tengan agilidad de alma para sentir curiosidad
y respeto por los otros, los diferentes, hasta llegar a hermanarse.
El quechua y su cultura están
creciendo después de siglos de pérdidas, me admiró la capacidad que percibí en la
gente del Ande para unirse y luchar por cambiar las cosas, para resistir y trabajar
juntos. En un taller de encuentro que reunía a maestros urbanos y rurales, los sentí
sensibilizados con los problemas que su lengua y su cultura enfrentan.
Conscientes y orgullosos de su importancia.
Cuando se vive en
resistencia no se puede fallar en lo que está de propia mano. La resistencia
cultural es creencia y tenacidad, se sustenta en el compromiso personal por reforzar
pautas de vida que durante siglos han mantenido vivos los rasgos y el carácter
distintivo de la colectividad.
Los habitantes del Ande
permanecen firmes en el trabajo por preservar su lengua y sus costumbres, por
desarrollarlas. Es un hecho que han logrado la proeza de mantener su identidad
como patrimonio a base de perpetuar vínculos con su origen, desarrollar la
capacidad de transformar la cultura dominante en algo propio y entender que la resistencia,
además del compromiso individual, necesita lograr la unión de toda la comunidad
para luchar juntos y afrontar imposiciones.
Después de la resistencia
viene el resurgimiento, actualmente la cultura del Ande es vista y tratada de
manera diferente, en las últimas décadas la sociedad peruana comenzó a ser más
consciente de la importancia y validez de la población indígena en resistencia.
Algo que José María Arguedas ya intuía en un ensayo publicado en 1953 donde
habla de ese resurgimiento incipiente como algo irreversible y de posibilidades
ilimitadas:
“Tras la apariencia de su
total derrota e inhibición, se encontró el valor y el significado de potencial
de la tradición de la población india superviviente. Y se contempló en su
verdadera naturaleza; no como el residuo inerte de una gran cultura
desaparecida, sino como el superviviente activo, transmisor, agente de
transformaciones y de un proceso en marcha. Y de ese modo, el resplandor no
sólo iluminó la historia en su gran profundidad, sino el porvenir en su
perspectiva ilimitada.”
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